“Sobre el cuerpo de
Adán descendió el primer zopilote,
uno de cuello atroz y
alas ruidosas,
como las de una
cucaracha gigante”.
José Revueltas.
Era a la edad de seis años
cuando mi abuelo me mandaba a la tienda por caguamas, eso cuando tenía ambos
pies, los dedos completos y aun no le
daba la diabetes. Me cuenta mi padre, que a la edad de ocho años, en 1942,
venía mi abuelo desde algún pueblito de Hidalgo, que lo traía su padre, que
venían en camión rumbo a la capital, a la colonia Bondojo a vivir de la venta
de pollos, también dice que él mismo (mi abuelo) era quien los mataba, el que
desplumaba a las pobres criaturas que después de ser asesinadas quedan
amarillas, casi como el color de la hepatitis, para luego dedicarse a rellenar
almohadas y a la venta misma de las plumas por tres décadas de vida.
Fue entonces, al ver terminada
su pequeña mina de oro, cuando se aventura ahora a vender frutas y legumbres, a
establecer su “negocito” que le duraría
bastante tiempo, porque de eso yo si me acuerdo, yo llegaba de la escuela y me
metía a su changarro a saludarlo, me mandaba a “La China” por caguamas, me daba
dinero y yo iba por ellas, también fumaba, fumaba puros, aunque eso si me lo
contaron, porque yo nunca lo vi prender ni un triste cerillo.
Nunca tuvo estudios, sabe
sumar y restar, pero no más. Ahora que es un anciano, que usa silla de ruedas y
que casi no habla, es el perfecto estereotipo del triste viejo campesino urbano, yo no me
atrevo a mirarlo a los ojos, le tengo miedo a su tristeza, si acaso lo miro de
reojo y al bigote, siempre con la cabeza baja, su cara es el molde que le dio
forma a la cara de mi padre, a las de mis tíos y de paso a la mía y a las de
mis primos, todos con la misma cara de pelado, del que dio paso a una identidad
errónea, a la maldición de la maceta, a ser aves de corral condenados a vivir dentro
de una jaula para perico verde.
De mi abuela yo casi no sé
nada, sé que se casó muy joven, que venía de Puebla, recién me he enterado de
los supuestos engaños de mi abuelo, pero la verdad es que nadie cree eso, se
podría decir que desde que le amputaron el pie a mi abuelo, nadie la toma en
serio, o al menos eso es lo que dice ella, es igual de melancólica que su
esposo, aunque ya ni se hablen, ni duerman en la misma cama, se han hecho muy
aparte el uno de otro ahora que son viejos, yo solo los veo juntos en fotos,
uno me recuerda a Adán y el otro a una Eva metamorfoseada en Lilith, ambos desterrados
del mismo edén, ambos con la cabeza agachada: Lilith con las manos en el pecho
y expresión de enojo, y Adán, siempre con su mirada cansada.
Yo siento que mi madre casi
no quiere a mi abuela, dice que siempre está de malas, que es imposible
hablarle o darle los “Buenos días”, sin embargo, en mis recuerdos, persiste la
imagen de dos mujeres charlando, la más vieja quejándose egoístamente, pidiendo
que la lleven de regreso a su tierra, chingando a mi tío de que la lleven en el
taxi a la central de autobuses, siempre lamentándose, yo la noto cuando sale de
su cuarto únicamente para usar el baño, todo el tiempo con una mueca en los
labios.
Yo prefería a mi otra
abuela, la madre de mi madre, aunque no hayan convivido mucho la una con la
otra en otro tiempo, ahora son como uña y mugre, pero ese no es el caso, me ha
contado que su madre, mi bisabuela, llegó a subirse a una carrosa tirada por
caballos, antes de que la ciudad de México se llenara de autos, porque autos ya
había, también cuenta que ella (la madre de mi madre) viajó una vez en tren,
rumbo a Veracruz. Hubo un tiempo en el que mi abuela tuvo que cuidar de mi
bisabuela, pobrecita, es una viejecita de quién sabe cuántos años, sus hijos ya
no sabían qué hacer con ella, es por eso que se la habían enjaretado a mi
abuela, nunca quería comer, si acaso tomaba té o café y pan, pero siempre batallando con la comida,
luego vinieron mis tíos por ella, después de dos años para llevársela a otra
hermana, decían.
Cada que llego con mi
abuela, me invita a tomar asiento y me sirve uno o dos platos de sopa,
disculpándose de que no hay dinero, siempre pensando en su pobre casa, a ella,
también le ha dado la diabetes, todo por hacer corajes, se los ha hecho pasar
uno de mis tíos.
“Del corredor no pasa,
naciste para maceta”, se dice que el mexicano siempre anda pensando en jodidez,
que el que no se sirve en la misma salsa de sus defectos no es humilde, todos
somos de la misma estirpe, somos la sentencia de un montón de pelados, héroes
agachados que buscan volver a donde según ellos pertenecen.